viernes, 11 de abril de 2025

La Impulsividad y su relación bioenergética con el TDAH ( continuación-I I )

 Os compartimos la continuación de la traducción del artículo del Dr. Peter A. Crist, sobre el caso de J, un paciente de 6 años de edad, la traducción del artículo  ha sido realizada por nuestro compañero Roger Falcó.

                                              


                                             

 Continuación . . .

Curso de la terapia individual (continuación)

En el quinto año de terapia de J, con una edad de 11 años, en ocasiones todavía actuaba de forma rebelde hacia las figuras de autoridad. Su desconfianza y desprecio hacia mí como figura de autoridad se volvió incluso más acentuada. Le dije que me estaba tratando de forma irrespectuosa y que pensaba que siendo irrespectuoso se causaba muchos problemas. J respondió “Bueno, a mis padres los trato con respeto”. Cuando le pregunté cómo era respondió “Si no lo hiciera me castigarían”. Esto dejó claro que esperaba ser disciplinado por sus padres, pero permanecía sin ser consciente de la cualidad de conducta.

Se volvió cada vez más desafiante conmigo mientras simultáneamente actuaba de forma más responsable en casa y en la escuela. Por unas cuantas semanas permaneció cerca de mis expectativas sobre restar tumbado en el diván y señalé sus intentos de escabullirse. Estaba más inquieto y no dejaba de moverse constantemente. Sus resistencias adquirieron un carácter cada vez más emocional y, de hecho, decía “No me quedaré quieto” en lugar de “No podré quedarme quieto”. A partir de inmovilizarlo físicamente en este punto de la terapia, una resistencia más profunda salió a la superficie. Mientras lo sujetaba tanto como era posible, en cada oportunidad que tenía continuaba haciendo furtivamente algún movimiento con una expresión desafiante en la cara. Le dije que fuera directo y simplemente dijera “No”. Ahora rechazaba incluso hacer esto. Me miró con su habitual mirada astuta y cerró los ojos. Le dije “Venga, se directo con tus sentimientos. Di “De ninguna manera, no lo haré”, porque esto es lo que dicen tus acciones. Giró la cabeza de forma desafiante sin decir una palabra. Me las apañé para sujetar sus brazos con una mano y agarré su barbilla moviendo su cabeza adelante y atrás en una expresión de “No” mientras le decía “Eso es; ¡Sigue y deja salir el No!”. Pareció nervioso, desequilibrado y un poco ansioso al no poder controlar la situación. Estas expresiones cambiaron rápidamente hacia una actitud más desafiante. Continué sacudiendo su cabeza y mientras más se resistía, más persistía. Se sonrojó y me miró furioso. Lo animé diciéndole “Vamos. Déjalo salir de tus ojos y tu boca. Di lo que me quieres decir.” Continuó enfadado conmigo con mayor intensidad que nunca, y me brindó algunas miradas asesinas. Cuando terminó la sesión, se fue hirviendo de rabia.

A los pocos días la madre preguntó “¿Qué hiciste con J? Durante un día y medio después de la sesión estuvo diciéndome a mí y a su padre cómo estaba de enfadado contigo y que te había dicho como te odiaba. Estaba diferente sobre esto como nunca. No sólo decía que no volvería. Era explícito con su enfado y en cómo te regañó. Era tan claro al respecto que me preguntaba lo que pasó realmente”. Le dije a la madre, “Sí, estaba enfadado conmigo, pero no dijo una palabra. Creo que lo que te ha dicho es en parte su fanfarronada sobre lo valiente que es conmigo”. La madre también refirió que durante los días siguientes a la sesión, podía sentarse más concentrado que nunca y hacer los deberes de la escuela sin las tácticas dilatorias habituales y sin enfrentarse con ella.

La semana siguiente entró rápidamente a la sala de terapia cuando lo llamé. Se tumbó y espontáneamente empezó a hablarme abiertamente, de un ser humano a otro. “Han pasado muchas cosas esta semana”. Yo respondí “¿Cosas?”. “Mi padrino murió, pero yo no sabía que era mi padrino porque no recuerdo haberlo visto nunca. Era un buen amigo de mis padres. Mi madre ha estado mal, llorando todo el rato, con los ojos rojos y esas cosas. Yo no he llorado. No he sentido nada. No lo conocía. Me sentí mucho más triste cuando murieron mi pez y mi perro. ¿Es raro?” Le dije, “No, claro que no. Los conocías y significaban algo para ti.” Hasta este momento no había reconocido tristeza en él mismo o en otros. Más tarde, su madre refirió que se había portado bien durante toda la semana. Añadió “Aunque me ha vuelto loca, retrasando un importante trabajo de la escuela hasta el último momento. Tengo que admitir que realmente se ha esforzado trabajando horas y horas los dos días antes de la entrega, aunque la noche pasada salimos con su padre y se quedó con la canguro.”

A la sesión siguiente, su actitud desafiante hacia mi volvió con mucha fuerza. Otra vez requerí hacer uso la sujeción física para que permaneciera recostado. Cuando insistía, se ponía furioso de nuevo, pero esta vez casi lloró al final de la sesión y salió caminando visiblemente conmovido. Salió silenciosamente y se sentó en un rincón de la sala de espera. Más tarde la madre refirió que le había dejado sentarse tranquilamente durante un rato y luego él solo se acercó hacia ella y con lágrimas en los ojos le pidió un abrazo. Le dijo que le había hecho daño cogiéndolo por la boca dónde tenía la ortodoncia. La madre me dijo que raramente acudía a ella buscando cariño. Le dije que estaba claramente molesto por lo que había sucedido conmigo, pero que evidentemente encontró mucho más fácil quejarse por haber sido herido físicamente que emocionalmente. De hecho, no había aplicado presión en sus dientes y había sujetado su mandíbula con menos presión que dos semanas antes. Este hecho era muy importante poque lo dejaba ser emocionalmente vulnerable pidiendo cariño.

A la siguiente sesión entró, se tumbó y empezó la conversación. Dijo con bastante entusiasmo y orgullo que pensaba que sacaría un excelente en las notas por primera vez. Le dije que tenía muchas ganas de verlo y que debía sentirse bien consigo mismo. Respondió de forma bastante genuina “Sí, hace algunas semanas que lo estoy haciendo mucho mejor en la escuela. También me he portado bien en casa. Creo que he pasado página. Incluso mi padre lo cree.” Entonces, me habló de sus decepciones con sus padres por primera vez. “Ellos no cumplen sus promesas. Mi padre promete cosas rápidamente y después cambia de opinión. Mi madre no cumple sus promesas, no porque cambie de opinión, sino porque se distrae tanto que no recuerda lo que ha dicho. (Ambas observaciones eran bastante acuradas).

Su madre ahora refería que era “como un niño nuevo”. En varias ocasiones había acudido a ella en busca de abrazos solo para tener contacto físico. Con las tareas de la escuela también estaba concentrado. Le habían prometido que podría jugar en el programa de deportes si hacía los deberes de la escuela. Cuando no lo consiguió la semana anterior y se le dijo que no podría jugar, respondió con recelo “¿No me vais a dejar sin jugar, no?”. La madre decía que le era difícil cumplir el trato porque J estaba muy molesto. Su respuesta, sin embargo, era muy diferente de otras veces que no había podido salirse con la suya. No hubo arrebatos de ira y no se puso taimado. En cambio, J le dijo a su madre lo mucho que deseaba jugar. Ella dijo que era la primera vez que lo veía mostrar, emocionalmente, que algo le importaba mucho. Después estuvo muy ocupado y se aseguró de hacer los deberes de la escuela para poder jugar la semana siguiente.

El tema central y el proceso de la terapia de J se desarrollaron de la siguiente manera. Cuando se detenían sus acciones defensivas, las emociones se agitaban espontáneamente. Entonces atacaría o asumiría una actitud desafiante de tipo duro para evitar estos sentimientos. Cuando pudo experimentar sus emociones (fuera deseo, ira, ansiedad o tristeza) y expresarlas directamente, se calmó y pudo centrarse en los deberes o en lo que necesitaba hacer para tener lo que quería. El efecto más duradero se produjo cuando toleró la ansiedad y la tristeza, emociones asociadas con la contracción energética. Entonces podía sentirse genuinamente bien consigo mismo y asumir la responsabilidad de aquello que le importaba. Esto también significaba que podría percibir y expresarse a los demás más adecuadamente (como hizo con sus padres).

Discusión del caso

Conductas de J como gritar, arrebatos de ira, pegar a su hermana, mentir y robar representaban un mecanismo de defensa profundamente arraigado para evitar el desarrollo de cualquier tensión emocional. Cuando fue llevado a terapia por primera vez, su comportamiento impulsivo era el problema que le causaba la mayoría de los conflictos en casa y en la escuela. También se trataba del mecanismo central de su carácter que tenía que ser abordado en el curso de la terapia. El objetivo terapéutico era llevarlo a estar en contacto con las emociones subyacentes con el fin de evitar que se comportara de forma neurótica. Tenía defensas de carácter fálico narcisista (como comportarse como una persona importante e intentar controlar a todo el mundo, incluidos los profesores, los padres y yo), pero esto era más un determinante de la cualidad de su comportamiento impulsivo que un rasgo representativo de su estructura de carácter. Es bastante probable que su defensa central de impulsividad defina su estructura de carácter como impulsivo, pero, siendo aún un niño y no habiendo superado la pubertad, todavía no podemos estar seguros en como esto se manifestará finalmente en su personalidad.

Parece que el carácter de J evolucionó a partir de cualidades que eran innatas. Su madre relata que J era muy exigente, insistente, brillante y emocionalmente cambiante desde el nacimiento. Estas cualidades naturales básicas se manifestaron de forma distorsionada, exagerada y patológica en su impulsividad, agresividad, aguda astucia y comportamiento de timador. J nació con una alta carga energética y era por naturaleza risueñamente reactivo a los estímulos internos y externos. Estas reacciones se volvieron en defensas automáticas contra la ansiedad y fueron reforzadas aún más por la incapacidad de los padres de lidiar con sus intensas respuestas emocionales. Es importante señalar que J no tuvo una crianza dramáticamente caótica, que a menudo se asocia con el carácter impulsivo, pero la cantidad y tipo de disciplina que recibió fue evidentemente inadecuada a sus necesidades individuales.3

3. El carácter se desarrolla a partir de las experiencias del individuo que surgen de la interacción entre su naturaleza individual y el ambiente y no a partir de los acontecimientos históricos específicos que suceden.

Durante más de 40 años Reich escribió “…el alboroto y la hipermovilidad biopática son a menudo confundidas erróneamente por el comportamiento natural” (6). Con J, esta distinción fue más difícil de hacer que con otros niños porque su habilidad como actor lo convertía un excelente engañador. Discernir lo natural de lo biopático -expresión genuina del engaño- requiere la habilidad de conocer y sentir la diferencia. Para comprender y manejar niños como J, padres, maestros y terapeutas deben distinguir la expresión sana y natural de los impulsos primarios de la impulsividad patológica secundaria. La conducta típica de J tenía una cualidad irritante, molesta, comparada con la expresión clara y vivaz de los impulsos sanos. Ambos padres decían que no querían inhibir su energía y vivacidad natural. Lamentablemente, este encomiable deseo se convirtió en una racionalización de su fracaso para disciplinar su comportamiento neurótico. La gratificación de sus impulsos secundarios los reforzó e incrementó su tendencia a usarlos como expresión defensiva. Por otra parte, se animó a los padres de J a favorecer las salidas físicas racionales de su energía, que notaron que después de duros entrenos de futbol y beisbol estaba más calmado en casa.4

(Los profesores de J también notaban que el comportamiento de J en clase era mejor después de un espacio de ejercicio físico).

4. La estructura y disciplina de estos deportes de equipo también reforzó los cambios necesarios en su conducta.

 ( continúa )

 




lunes, 10 de marzo de 2025

La Impulsividad y su relación bioenergética con el TDAH ( continuación-I )

 Os compartimos la continuación de la traducción del artículo del Dr. Peter A. Crist, sobre el caso de J, un paciente de 6 años de edad, la traducción del artículo  ha sido realizada por nuestro compañero Roger Falcó.


                                                         


Continuación...


Curso de la terapia

La terapia médica orgonómica individual se inició con el objetivo de ayudar a J a tener mejor contacto con las emociones reprimidas y mejorar su capacidad de atención y concentración. También necesitaba ser más consciente de las consecuencias de sus acciones para controlar la impulsividad. Se hacía evidente que evitaba sus sentimientos a través de distraerse y moverse constantemente. El tratamiento requeriría que J llegara a focalizar y descargar las emociones profundas que evitaba, que también aliviaba parcialmente con su conducta “hiperactiva”.

Con el fin de lograrlo, era importante detener su descarga de energía sin contacto, la cual se manifestaba físicamente en inquietud, y conductualmente en la forma de timador astuto con la que se expresaba. Cuando era requerido de tumbarse en el diván con los brazos y piernas estiradas y relajadas por ejemplo, a menudo se sentaba, o astutamente cruzaba los brazos y piernas. Para abordar esta conducta, señalé tanto su actitud de jefe como su astucia. También tomé el control activamente diciéndole qué debía hacer, sujetándolo y manteniéndolo quieto.

En el diván era reacio e incapaz de permanecer tumbado. Cuando lo sujetaba físicamente para parar su movimiento, inicialmente se ponía ansioso y luego rápidamente se enfadaba. Le hice expresar su enfado con miradas de agresividad, dando patadas al diván y golpeando una protección parecida a un cojín alrededor de mi brazo. Expresó una combinación de emoción genuina y de actitud de juego. Lo animé a dejar salir sus sentimientos negativos hacia mí y la terapia, los cuales expresó indirectamente rechazando hacer lo que le había pedido.

Después de varios meses de terapia que se desarrollaron de esa forma, su madre refirió que J evitaba quedarse solo, que siempre quería una luz encendida por la noche, y que a menudo iba a la cama de los padres. Informó que incluso parecía tener miedo a la oscuridad y a quedarse solo. J nunca dijo que tuviera miedo, pero en su lugar hacía distintas racionalizaciones para este comportamiento. Durante este tiempo, su actitud de chico duro y de “soy el jefe” se intensificó en la terapia. Decía en un tono provocativo “no puedes decirme qué debo hacer”. Continuó siendo astuto, con miradas amenazantes, cruzando las piernas o poniendo las manos debajo de la cabeza, a menudo desafiándome cuando le decía que hiciera algo. Cuando le pedía que respirara, normalmente me miraba con picardía y a veces hinchaba el pecho de forma forzada y mecánica.

Esta resistencia se intensificó en las sesiones que siguieron. Yo volvía a sujetarlo sin permitir ningún movimiento. Forcejeaba contra mi inmovilización, se frustraba más, me miraba directamente a los ojos y decía “te odio”. Sus ojos se llenaban de lágrimas y decía “No te importo. Sólo haces esto por el dinero. No le importo a nadie. Mi verdadera madre no me quiso. Mi madre de ahora no me escucha. Mi padre está demasiado ocupado para estar conmigo.” Lloró brevemente y mantuve mi mano en su pecho justo dónde lo había estado sujetando. No forcejeó conmigo ni intentó sacar mi mano de su pecho y aceptó un poco de mi consuelo. Rápidamente se recompuso y se calzó los zapatos mientras me hablaba de un evento deportivo, como si nada hubiera pasado. Su madre refirió que en casa estuvo más tranquilo durante el resto del día y la mayor parte del día siguiente.

En el transcurso del primer año de tratamiento, J mostró cierta mejoría en su contacto emocional conmigo en la terapia y en su comportamiento en la escuela, pero solo una ligera mejoría en casa. Después de un año y medio de terapia, se había calmado lo suficiente para que cuando su padre lo llevaba a un evento de la escuela dónde se comportaba bien, un miembro del personal administrativo le dijera “Me alegra que finalmente tome Ritalin” (Nota: J nunca fue tratado con ninguna medicación). El padre, que había estado pidiendo probar con el Ritalin porque no estaba convencido de una mejoría significativa, entonces pudo reconocer que tal vez había algo que funcionaba en la terapia. En este punto, los padres empezaron a referir que J había mejorado en casa, pero señalaban que la mejoría pronto iba seguida por una vuelta al comportamiento problemático original.

Al final del segundo y al inicio del tercer año de terapia, ocurrieron una serie de estresores familiares que en el pasado habrían precipitado un deterioro del comportamiento de J. En los períodos más estresantes, su tendencia a mentir, los arrebatos de ira y el comportamiento agresivo con su hermana se incrementaron en casa; en la escuela, sin embargo, la mejoría se mantuvo. Cuando terminaron las clases en verano le fue bien en los campamentos, pero aparecían los antiguos patrones cuando estaba fuera de un contexto estructurado como la escuela o los campamentos.

Al principio del 3r curso J tenía dificultades. Nuevamente tuvo problemas por comportamiento disruptivo, hablar en clase y empujar otros alumnos. Una reunión con los padres y su nuevo profesor permitió abordar los problemas de inmediato con una aproximación conductual (recompensa/castigo) a la que respondió rápidamente. A lo largo del curso esta aproximación fue razonablemente exitosa para contener la conducta disruptiva en la escuela. En términos generales seguía mejorando, pero intermitentemente tenía la tendencia de hablar en clase, distraerse fácilmente por cualquiera o cualquier cosa que estuvieran haciendo a su lado o por hacer los deberes de forma apresurada y sin cuidado. En las sesiones de terapia individual descargaba un poco de rabia. Estaba negativo y tozudo gran parte del tiempo, pero siempre y cuando se expresara emocionalmente -y no impulsivamente- sentía que estaba progresando. Como mínimo su comportamiento en casa y en la escuela estaba más controlado. En este momento de la terapia podía descargar emocionalmente su negatividad gritando “¡No!” – “¡Sí!” al unísono conmigo.

Me reuní con J y su madre en diversas ocasiones para hacerlo afrontar responsabilidades. Cuando era confrontado, a menudo respondía levantándose para abandonar la sala o dando patadas a la silla en la que se sentaba. En estos momentos lo inmovilizaba físicamente. Forcejeaba conmigo y se acaloraba, sudaba y se emocionaba. Su madre notaba que estaba más calmado después de estos episodios. Ella adquirió coraje para ser más agresiva y exigirle responsabilidades en casa. En ocasiones era ella quien lo sujetaba físicamente y J se enrabiaba apasionadamente y se lo expresaba directamente. En estos momentos solía decirle palabras para herirla como “No tengo que escucharte” o “Tú no eres mi verdadera madre”. Aunque estos episodios siempre eran emocionalmente difíciles para ella, veía claramente que después J se calmaba y en las siguientes horas o días estaba más cooperativo. En terapia, de vez en cuando decía que sabía que su comportamiento era contraproducente. Yo sentí que estábamos consiguiendo una conexión emocional más consistente y desarrollé más empatía con él ya que ahora parecía más un chico con problemas que un chulo.


Terapia familiar

Mientras abordábamos la impulsividad de J en las sesiones individuales, también era necesario mejorar el ambiente emocional en casa a la vez que cambiábamos las dinámicas familiares que perpetuaban su conducta. Con este objetivo vi a la madre de J de forma individual. Empezó en el primer año de tratamiento de J y continuó durante todo el proceso. Además, se llevaron a cabo algunas sesiones intermitentes con los padres que sirvieron para que trabajaran conjuntamente en el abordaje del comportamiento de J.

En un primer momento, la terapia de la madre se enfocó en enseñarle y darle algunos consejos prácticos sobre cómo tratar con J. Necesitaba aprender y aceptar que su conducta no era solamente una variación de una vivacidad normal, y que por su bien tenía que hacerle frente. En su corazón sabía que ambas cosas eran ciertas, pero no quería creerlo. Este fue un ejemplo de un patrón típico en toda su terapia. Por lo general la madre de J tenía buenas intuiciones sobre qué hacer, pero se ponía nerviosa sobre las implicaciones de seguir adelante. Entonces pensaba en numerosas posibles respuestas y se confundía. Perdía de vista la importancia de su intuición original y se convencía a sí misma de no actuar en consecuencia. Minimizaba el comportamiento de J o reaccionaba ante cada nuevo incidente como si fuera una crisis abrumadora: cuando era agresivo con otros alumnos, cuando robaba en una excursión o en casa, cuando gritaba cada vez que no se salía con la suya, cuando golpeaba su hermana pequeña, etc. La animé a ver cada una de estas situaciones como parte de un patrón general de impulsividad que requería contención, pero también como un problema específico que podía abordarse de forma práctica. Gradualmente su perspectiva sobre los problemas de J y su capacidad para tolerar su ansiedad al mirarlos sin sentirse sobrepasada mejoró. En el transcurso de los primeros meses de terapia, empezó a ver como el comportamiento impulsivo de J se agravaba cada vez que ella cedía a sus demandas. Necesitaba una gran cantidad de apoyo para mantenerse firme delante su comportamiento neurótico (ya que cuando ejercía disciplina se sentía culpable por hacerle sentir mal y no hacer nada bueno para él).

También llegó a ver que más que sentirse culpable por su presunto papel en la causa de los problemas de J, se aferró a la ilusión que no eran tan graves. Cuando vio lo severos que en realidad eran, se culpaba por haberlos causado y sentía que tenía que compensarlo de alguna forma. Le dije que culparse a sí misma e intentar compensar lo pasado no era de ayuda e interfería a la hora que J asumiera la responsabilidad de sus acciones. La animé a enfrentarse a su mal comportamiento porque era lo que podía hacer de forma constructiva. También le quedó claro que J era intuitivamente consciente de su culpa y se aprovechaba de ello de forma manipulativa. Le expliqué que la salud de J esperaba y necesitaba disciplina. De no ser así, J actuaría con desprecio y le perdería el respeto, lo cual, a su vez, alimentaría su arrogancia neurótica y conduciría a mayor mal comportamiento.

Ayudarla a tolerar su sentimiento de culpabilidad y ver que su función era destructiva, la llevó a afrontar la ansiedad tratando de aliviar su consciencia cuidándose de todo por J. También tenía que animarla a llevar su propia ansiedad permitiendo que J suspendiera cuando no asumía su responsabilidad en los deberes de la escuela. Empezó a ver que intentando protegerlo del malestar lo eximía de la responsabilidad. A medida que dejó que J asumiera más responsabilidad y se sentía más segura, ya que su marido estaba más tiempo con él, no volvió a sentirse abrumada y se tranquilizó. Vio que su vida se consumía cuidando de J y ocupándose de sus problemas. Se atrevió a pensar en hacer su propia vida más allá del cuidado de su hijo.

Mientras tanto, ambos progenitores asistieron a terapia de pareja para ayudarlos a trabajar conjuntamente en la crianza de J. Se abordó la polarización en sus puntos de vista, lo cual tuvo un éxito mínimo en la superación de las series tensiones maritales entre ellos. Su relación era de tipo volátil (5). En la primera sesión estuvieron gritándose recriminaciones el uno al otro sobre quien era el culpable de los problemas de J. Esto hizo imposible abordar directamente las dificultades maritales. Para ser de provecho, estas sesiones se tienen que focalizar en cuestiones prácticas que requiriesen trabajar conjuntamente para superar el mal comportamiento de J.

Al principio, surgió la cuestión sobre como estaban lidiando con la falta de honestidad. J a menudo construía elaboradas historias para encubrir su comportamiento. Su padre quería castigarlo por su mal comportamiento una vez se supiera la verdad. Su madre quería ser comprensiva y mostrarle que confiaban en él con el objetivo de conseguir lograrlo.

Señalé que las mentiras sobre sus fechorías tenían que abordarse antes de abordar los propios actos en sí mismos, y que la confianza tenía que ganarse y no darse por descontada. Castigar el mal comportamiento sin antes abordar la deshonestidad haría que J se volviera más astuto y retorcido escondiendo su conducta. En las sesiones se desarrolló el abordaje paso a paso de su deshonestidad. En primer lugar, necesitaban hacerle consciente de su deshonestidad diciéndole consistentemente que no confiaban en él o lo que había dicho. En segundo lugar, tenían que animarlo a confesar sus mentiras felicitándolo cuando dijera la verdad y retirándole un privilegio cuando fuese descubierto con una mentira. Finalmente, era esencial que esperaran a castigarlo por su mal comportamiento hasta que hubiese estado consistentemente honesto al respecto. Con este enfoque descubrieron que confesaba más cuando había mentido. Al cuarto año de terapia, aunque mentía ocasionalmente, J reconocía más consistentemente la verdad.

Se enfatizó que necesitaban modelar el comportamiento que esperaban de él. Si querían que J cumpliera su palabra ellos también tenían que hacerlo. Sus acciones pasadas demostraban lo contrario. Cuando J se portaba mal, la madre intentaba razonar con él y al final, por frustración, a menudo lo amenazaba con consecuencias nefastas. Raramente la madre las cumplía. El padre por otro lado sermoneaba constantemente a J sobre las consecuencias presentes y futuras de su mal comportamiento. La gran cantidad de palabras las hacía ineficaces.

También les informé que, si esperaban que J los escuchase, tenían que escucharlo a él. En el momento en qué fue llevado a terapia, no creían nada de lo que decía ni tampoco lo escuchaban de verdad. No eran incluso conscientes cuando les decía algo genuino. Los animé a prestar atención a cómo J decía las cosas y responder más a esto que a lo qué decía. En caso de que no lo creyeran, les aconsejé simplemente decírselo. Los padres también estaban perdidos en cómo educar a J cuando fue llevado a terapia. Él actuaba sin preocupación sobre su desaprobación o sus elogios. Los padres, fueron viendo que J, una persona física, de respuesta rápida y orientada a la acción, respondería mejor a la comunicación con cualidades similares. Fueron aconsejados de intentar, en la medida de lo posible, sujetarlo físicamente o ejercer acciones inmediatas para poner límites a su conducta. Se señaló que la persuasión verbal, las largas explicaciones y los sermones por parte de ambos no darían resultado. Finalmente, por mucho que los pudiera provocar, tenía que evitarse pegarlo físicamente ya que esto daba el mensaje que el hecho de pegar era una forma apropiada de manejar la ira. Y lo que es más importante, esto gratificaría sus reacciones neuróticas, como respuesta a su comportamiento provocativo (masoquista).

A lo largo de los cinco años de terapia de J, la tensión entre los padres disminuyó notablemente. La mayor parte como resultado de la capacidad de la madre de responder a sus emociones sin reaccionar tan intensamente a su marido, y de la capacidad del padre de tomar medidas prácticas para resolver los estresantes problemas de su trabajo. En el tercer año de terapia de J, su padre vendió la empresa, se prejubiló y empezó a trabajar más desde casa. Solo entonces empezó a ver y experimentar por cuenta propia las dificultades de tratar con J en el día a día. Desarrolló una mejor compresión de la situación a la que se enfrentaba su mujer, pero todavía tenía dificultades en abandonar el punto de vista de que su manera era la mejor para tratar a J. Al mismo tiempo, este cambio significó que él estaba más disponible e involucrado con J, educándolo, ayudándolo con los deberes, y llevándolo a sus diversos eventos deportivos.


( continúa...)



martes, 11 de febrero de 2025

La Impulsividad y su relación bioenergética con el TDAH

Os compartimos en esta ocasión la traducción este articulo del Dr. Peter A. Crist que ha sido realizada por nuestro compañero Roger Falcó.

También nos ha escrito una breve presentación del artículo.

A continuación presentamos el caso de J, un paciente de 6 años de edad que fue llevado por los padres a un médico orgonomista en busca de tratamiento de los problemas de déficit de atención e hiperactividad de su hijo.




La impulsividad y su relación bioenergética con el TDAH

Dr. Peter A. Crist

Journal of Orgonomy (1995), Vol 29, nº 2.

The American College of Orgonomy


Traducción del inglés de Roger Falcó Vilar

Las distracciones, la inquietud y la impulsividad son a menudo observadas en niños.

Como problemas, son los síntomas más frecuentes en niños atendidos por profesionales de la salud mental (1). Con el paso de los años, esta constelación de síntomas ha tenidos varias designaciones, como disfunción cerebral mínima, síndrome hipercinético y trastorno por déficit de atención. En la actualidad, muchos de estos niños son diagnosticados de Trastorno por Déficit de Atención y/o Hiperactividad (TDAH).

El TDAH está recibiendo una amplia atención por parte de psiquiatras, neurólogos, psicólogos, educadores, padres y el público general. Millones de dólares son dedicados a la investigación (2). La literatura ha publicado numerosos libros y artículos, incluyendo unas cuantas portadas de revista científica en los últimos años (3). Aun así, con todo este contenido escrito y presentado científicamente, el debate sobre la causa y el tratamiento más efectivo para el TDAH continúa. ¿Es el TDAH un trastorno físico o psicológico? ¿Están estos niños enfermos o son simplemente jóvenes normales? ¿Es un problema inherente a los niños/as o es resultado de una crianza inadecuada, en particular en la falta de disciplina por parte de los padres (¿se nace o se hace?) ¿Representa el diagnóstico del TDAH una entidad patológica propia? Sin embargo, entre todas estas observaciones y opiniones, está generalmente aceptado que la impulsividad es uno de los problemas clave en aquellos diagnosticados de TDAH.

Antes de aceptar una nueva terminología diagnóstica como el TDAH, sería conveniente revisar el conocimiento sólido y bien establecido. El estudio de referencia de Reich sobre el carácter impulsivo hace más de setenta años aún prevalece como una base sólida aplicable a partir de la cual entender las dinámicas emocionales de la impulsividad (4). Una revisión del trabajo posterior de Reich sobre las biopatías y la relación entre las emociones y el sistema nervioso autónomo ayudará a fundamentar nuestra comprensión sobre un trastorno que es de hecho biológico, producto de la perturbación de la función energética.

El caso de un niño tratado con terapia médica orgonómica proporcionará un punto de partida para una discusión general sobre la comprensión caracterológica y bioenergética de la impulsividad y su relación con el TDAH. Veremos también cómo esta aproximación terapéutica se compara con el tratamiento estándar, que casi invariablemente incluye la administración del fármaco Ritalin en combinación con la terapia conductual.


Presentación del caso

J fue evaluado a los seis años y medio de edad al final del curso escolar. Sus padres adoptivos estaban preocupados por un patrón de problemas de comportamiento en casa y en la escuela de larga evolución. Los problemas eran evidentes incluso antes de la escuela primaria, pero se acentuaron en los primeros años de ésta. J era disruptivo, inquieto e inatento en clase. En casa no escuchaba a sus padres, era irrespectuoso, arrogante y mentía con frecuencia. Si quería algo, simplemente lo cogía. Fue sorprendido con objetos valiosos sustraídos del escritorio cerrado con llave de su padre y con dinero del monedero de su madre. Era inteligente para localizar las llaves sin que los padres se dieran cuenta. Fue encontrado también con juguetes que pertenecían a otros niños, los cuales decía que le habían sido dados en la escuela o en visitas en encuentros para jugar. La mayoría de estas explicaciones resultaron ser invenciones.

J era obstinado. Si quería hacer algo simplemente lo hacía. Si por ejemplo se le pedía que esperara antes de salir a jugar, salía de todos modos. Si se le detenía, se escabullía por la puerta trasera o se enfadaba y gritaba, tiraba cosas y daba portazos. Se enfadaba especialmente cuando se sentía frustrado y se comportaba de forma vengativa y disruptiva. Mientras se saliera con la suya no habría pataletas, pero siempre estaba inquieto. Sus padres decían que a veces también era dulce, colaborador y cariñoso. Sin embargo, no confiaban en esta parte de la naturaleza de J, atribuyendo su buen comportamiento a intentos de manipularlos.

En ocasiones era capaz de mantener la atención en actividades que escogía. Una revisión acurada de cómo se comportaba y bajo qué circunstancias reveló su conducta obstinada y egocéntrica estar relacionada con su incapacidad para controlar los impulsos, especialmente aquellos que tenían que ver con la agresividad y la búsqueda de gratificación. El chico rara vez mostraba sentimientos genuinos hacia los demás.

J fue adoptado al nacer. No hubo problemas conocidos durante el embarazo ni el parto. Logró las metas de desarrollo físico a tiempo o ligeramente antes. Sin embargo, emocional y temperamentalmente su madre adoptiva informaba que siempre le había parecido inmaduro, demandante e impaciente. Cuando J era un bebé, por ejemplo, ella siempre tenía que llevar consigo un biberón ya que haría una pataleta si no era atendido inmediatamente. Cuando era un niño pequeño y en edad preescolar, siempre llevaba galletas o zumo porque incluso cuando ya era mayor, hacía pataletas si tenía hambre o sed.

La familia estaba formada por el padre, la madre y una hermana menor, también adoptada. El padre era un hombre de negocios ocupado y adicto al trabajo. Trabajaba de ejecutivo en una empresa y tenía severos problemas cardíacos. Rara vez estaba en casa, excepto cuando se veía obligado por sus problemas de salud. Como hombre de negocios práctico, era bastante escéptico acerca de la terapia. La madre, una activa ama de casa con múltiples responsabilidades estaba muy involucrada en las actividades diarias de los niños.

Los padres tenían actitudes opuestas hacía J. El padre imaginaba el peor de los escenarios y expresaba que si J se comportaba así ahora, qué pasaría cuando entrara en la adolescencia. Le preocupaba que J se viera involucrado en problemas de drogas o alcohol y terminara en la cárcel. “¿Si nos roba cosas a nosotros y a los chicos de la escuela ahora, qué comportamiento criminal tendrá en el futuro?” Encontraba incomprensible el comportamiento de J ya que era muy distinto de su actitud trabajadora y cumplidora de las leyes como joven. Él quería solucionar los problemas de J de forma que no interfirieran más en la familia y en la paz y tranquilidad que deseaba en el único refugio de su frenética vida de trabajo. Tendía a ser crítico, severo y arbitrario a la hora de poner castigos, pero a menudo no estaba presente a la hora de hacerlos cumplir. Mientras tanto la madre, intentado ser comprensiva, a menudo excusaba a J y era indulgente con él. Por lo general, pensaba que era sólo un chico movido que con el tiempo superaría su mal comportamiento. Su estilo disciplinado permitía a J continuar con su comportamiento hasta hacerla enfadar. Luego ella le gritaba. A menudo lo amenazaba con un castigo por su comportamiento, pero después, delante las pataletas y explosiones de enfado de su hijo, no era capaz de cumplirlo. En la comprensión de los padres del comportamiento de su hijo y de sus métodos para intentar lidiar con él había elementos racionales: el padre quería detener el comportamiento neurótico de J y la madre quería conseguir contacto emocional con su hijo. Para complicar aún más las cosas, como no es de extrañar, los padres tenían significativas tensiones maritales sin resolver que a menudo les impedían cooperar el uno con el otro. En su lugar, tendían a discutir cual era el estilo educativo correcto. Ambos reconocían que el comportamiento de J era mejor cuando estaba solo con el padre. El padre mencionó esto como evidencia que él sabía mejor como tratar a J. La madre hacía referencia a este hecho como prueba que J necesitaba tener a su padre más cerca (una de sus quejas maritales era la poca disponibilidad de su marido). Con su energía, persistencia, perspicacia e ingenio, J sabía utilizar esta falta de unidad a su favor.

Desde los cinco hasta los seis años y medio, los padres habían llevado a J a numerosos psicólogos y otros profesionales de la salud mental, con la percepción de escasa mejoría. Recientemente lo había visto un neurólogo pediátrico que le había diagnosticado TDAH y les había recomendado comenzar a tratarlo con Ritalin. Los padres querían otra opinión. La madre en particular estaba indecisa sobre el uso de la medicación y quería una evaluación para valorar qué más podía hacerse.

En la evaluación inicial J era un chico vivo y brillante con una actitud responsable. Me hablaba como si me estuviese entrevistando. Empezó a hablar más rápidamente y con presión en el habla cuando intentaba confrontarlo o lo animaba a expresar sus sentimientos. Era intenso, cautivador y expresivo, pero emocionalmente frío y distante. Tenía una fachada superficial, de tipo duro y timador. Aunque no estaba en contacto con sus emociones, lo movían sentimientos perturbadores. En la mayor parte era ansiedad, aunque externamente mostraba muy poca incomodidad. Tenía la impresión de que estaba constante y agudamente atento a mis reacciones a todo lo que decía. Su mente era rápida y hablaba con gran autoridad, pero cambiada rápidamente de un tema a otro sin una dirección clara. Cuando le preguntaba por sus emociones, su pensamiento se volvía circunstancial, incluso tangencial de una forma controlada. Sus expresiones emocionales eran vivas y cambiantes pero desposeídas de calidez y conexión humana. Cuando se le preguntaba sobre hechos, podía parar atención, concentrarse y recordar detalles adecuadamente. No obstante, cuando se le preguntaba por la relación con la familia se distraía y giraba la atención a cualquier otro tema. Si inteligencia parecía por encima de la media. No se observaron indicios de otros déficits cognitivos. En esta primera sesión de evaluación se comportó bien excepto por su excesiva tendencia a hacerse cargo de la situación.

Cuando se le informó de tumbarse en el diván de terapia, pareció brevemente desconcertado e incómodo. Rápidamente recuperó la compostura, se sentó con las piernas cruzadas en medio de diván y empezó a hablar sin interrupción. En un estilo maduro y usando vocabulario de adulto, me contó sus planes con los árboles, arbustos, el jardín en su nueva casa y de todas sus conversaciones con el arquitecto paisajista. Cuando le dije nuevamente de tumbarse, lo hizo mientras me miraba con una mirada recelosa. Un sutil indicio de ansiedad apareció momentáneamente en sus ojos. Inmediatamente se reincorporó a la posición sentada y empezó a decirme las actividades deportivas que le gustaba hacer. Después de varios intentos de hacer que se tumbara en el diván, primero preguntándole, después diciéndole, luego exigiéndole, finalmente lo empujé suavemente y lo mantuve recostado mediante suaves empujones con mi mano cuando intentaba volver a sentarse. Incómodo e inquieto, cruzada y descruzaba brazos y piernas.

En el examen biofísico, sus ojos tenían una expresión desafiante. Eran móviles a la hora de mirar alrededor de la habitación, pero cuando le pedí que siguiera mi dedo mientras lo movía delante suyo, tubo algunas dificultades. A menudo se avanzaba a mi dedo e intentaba anticipar hacia dónde iría. Su región occipital era tensa y blanda. La armadura en los músculos de su mandíbula era moderada. Su voz tenía un tono tenso y forzado, ronco de alguna forma. Mantenía el cuello rígido, con una tensión considerable en los músculos esternocleidomastoideo. Intentaba mantener su pecho en posición de inspiración, pero se movía adecuadamente cuando respiraba.

Los músculos intercostales eran muy cosquillosos, especialmente debajo de los brazos. Tenía una tensión marcada y una hipertrofia moderada de la musculatura torácica paraespinal. Su abdomen era tenso y cosquilloso. La pelvis estaba rígida. Las piernas tenían un volumen muscular normal, pero parecían algo tensas y cosquillosas. Era ágil y rápido en sus movimientos a pesar de la rigidez de su cuerpo.


( Continúa...)

domingo, 19 de enero de 2025

SOBRE EL AMOR ( Continuación I I )

 

Con esta entrada finalizamos este interesante artículo del Dr. Elsworth F. Baker. La traducción ( original en inglés) se ha realizado sobre el texto aparecido en Journal of Orgonomy, Volume 14, No. 1 May, 1980. ( Archivos Fundación Wilhelm Reich- Creixell).

Este artículo nos muestra los sentimientos que aparecen en la fase final de la terapia orgónomica, un momento en el que se ha de actuar con mucho cuidado y consciencia para poder manejar los sentimientos que aparecen y poder llevar a término la culminación del proceso terapéutico.


                               


( continuación)


A menudo se pregunta si los celos existen en una relación amorosa sana. No hemos tenido suficiente experiencia con la salud para ser dogmáticos al respecto, pero creo que existirían. No serian los celos abrumadores e incontrolables del paranoico, pero ciertamente una sensibilidad cuando el compañero parece favorecer a un rival. Si el compañero elige al rival, se siente una intensa tristeza y pérdida. Uno recuerda que el compañero no tiene ninguna obligación de amar o incluso de continuar la relación, y por lo tanto la ira y el resentimiento no son apropiados. Existen tres caminos abiertos para la persona rechazada, todos ellos igualmente saludables: 1) Puede competir y tratar de recuperarla. 2) Puede aceptar la situación. 3) Puede romper cualquier vinculo restante y buscar una nueva pareja. En cualquier caso no permitirá que su perdida lo domine o incapacite como lo haría el neurótico.

El amor puede durar desde un día a toda la vida, dependiendo de varios factores componentes de la relación. Tener estima al cuerpo del amado es necesario, también es necesario desarrollar unas relaciones sexuales mutuamente satisfactorias, pero esto debe estar respaldado por el disfrute de la compañía del otro y tener muchos intereses en común. También ha de estar presente la habilidad de resolver satisfactoriamente todos los problemas importantes que interfieren en la relación y desarrollar una confianza mutua. Cuanto más uno pueda complementar al otro más tiempo puede durar la relación. He conocido a muchas personas que dudan de que el amor de un día pueda ser saludable. Dicen, " Si es sano, ¿ Por qué habría de acabarse?" Suponer , por ejemplo, un hombre y una mujer que están de vacaciones ( el descanso incrementa la tensión sexual y la circunstancia reduce la especificidad requerida )en un lugar exótico, asistiendo a un gran baile formal. Se ven en su mejor momento, con atuendo glamuroso y en un entorno romántico. Se encuentra y hablan y se iluminan con todos los sentimientos del amor. Pasan la noche en éxtasis, pero, cuando amanece, pueden ver a dos personas diferentes, totalmente inadecuados el uno para el otro.


En el matrimonio cuando un compañero deja de excitar al otro, es to es habitualmente permanente a no ser que sea debido a factores que se puedan corregir. En el último caso un breve "affair" puede restaurar el matrimonio y volver a unirlos otra vez. En el primer caso, el matrimonio puede disolverse o puede continuar como una relación de compañerismo cuando esto sea muy satisfactorio. En el último caso, uno a ambos pueden buscar satisfacción sexual fuera del matrimonio. Esto debe hacerse con la mayor discreción. No entiendo porque uno puede dejar de sentirse excitado por el compañero mientras el otro continua sintiéndose excitado y todavía esta profundamente enamorado.

No siempre es posible encontrar un compañero que satisfaga adecuadamente ambas necesidades de compañía y sexuales. Dos pueden ser necesarios si esta situación es aceptada. Las parejas sanas permanecen juntas y son fieles mientras la relación es satisfactoria. Cuando deja de ser así, se busca una nueva pareja.

Promiscuidad- esto es, tener más de una pareja sexual a la vez, como se encuentra en matrimonios abiertos y entre los llamados swingers ( liberales) nunca son saludables. Este comportamiento es groseramente neurótico. Quienes buscan sexo sin amor, entregados únicamente a la expresión física, descubren que nunca es completamente satisfactorio.

El neurótico invariablemente escoge una pareja que identifica con su madre ( ella con su padre) y esto en si mismo impide una relación satisfactoria ya que el tabú del incesto está siempre presente. La persona san se inclina a escoger un compañero quien puede ser como su padre o madre pero no está identificado con su padre o madre. Aquí no está presente el tabú del incesto. Hasta ahora hemos comentado que el amor requiere una expresión sexual. Hay otro amor similar en todos los aspectos excepto que el sexo no es sólo no deseado sino que seria desagradable. Este es el amor que siente por un padre o una madre, un niño, un amigo del mismo sexo o del sexo opuesto. El amor todavía se siente en los genitales, el individuo se emociona en presencia del otro, pero el sexo no es un objeto. Parece obvio que esto sea así, pero no puedo decir por qué. Donde el sexo se convierte en un objeto en tales casos, encontramos un trasfondo gravemente neurótico.