Os compartimos la continuación de la traducción del artículo del Dr. Peter A. Crist, sobre el caso de J, un paciente de 6 años de edad, la traducción del artículo ha sido realizada por nuestro compañero Roger Falcó.
Continuación...
Curso de la terapia
La terapia médica orgonómica individual se inició con el objetivo de ayudar a J a tener mejor contacto con las emociones reprimidas y mejorar su capacidad de atención y concentración. También necesitaba ser más consciente de las consecuencias de sus acciones para controlar la impulsividad. Se hacía evidente que evitaba sus sentimientos a través de distraerse y moverse constantemente. El tratamiento requeriría que J llegara a focalizar y descargar las emociones profundas que evitaba, que también aliviaba parcialmente con su conducta “hiperactiva”.
Con el fin de lograrlo, era importante detener su descarga de energía sin contacto, la cual se manifestaba físicamente en inquietud, y conductualmente en la forma de timador astuto con la que se expresaba. Cuando era requerido de tumbarse en el diván con los brazos y piernas estiradas y relajadas por ejemplo, a menudo se sentaba, o astutamente cruzaba los brazos y piernas. Para abordar esta conducta, señalé tanto su actitud de jefe como su astucia. También tomé el control activamente diciéndole qué debía hacer, sujetándolo y manteniéndolo quieto.
En el diván era reacio e incapaz de permanecer tumbado. Cuando lo sujetaba físicamente para parar su movimiento, inicialmente se ponía ansioso y luego rápidamente se enfadaba. Le hice expresar su enfado con miradas de agresividad, dando patadas al diván y golpeando una protección parecida a un cojín alrededor de mi brazo. Expresó una combinación de emoción genuina y de actitud de juego. Lo animé a dejar salir sus sentimientos negativos hacia mí y la terapia, los cuales expresó indirectamente rechazando hacer lo que le había pedido.
Después de varios meses de terapia que se desarrollaron de esa forma, su madre refirió que J evitaba quedarse solo, que siempre quería una luz encendida por la noche, y que a menudo iba a la cama de los padres. Informó que incluso parecía tener miedo a la oscuridad y a quedarse solo. J nunca dijo que tuviera miedo, pero en su lugar hacía distintas racionalizaciones para este comportamiento. Durante este tiempo, su actitud de chico duro y de “soy el jefe” se intensificó en la terapia. Decía en un tono provocativo “no puedes decirme qué debo hacer”. Continuó siendo astuto, con miradas amenazantes, cruzando las piernas o poniendo las manos debajo de la cabeza, a menudo desafiándome cuando le decía que hiciera algo. Cuando le pedía que respirara, normalmente me miraba con picardía y a veces hinchaba el pecho de forma forzada y mecánica.
Esta resistencia se intensificó en las sesiones que siguieron. Yo volvía a sujetarlo sin permitir ningún movimiento. Forcejeaba contra mi inmovilización, se frustraba más, me miraba directamente a los ojos y decía “te odio”. Sus ojos se llenaban de lágrimas y decía “No te importo. Sólo haces esto por el dinero. No le importo a nadie. Mi verdadera madre no me quiso. Mi madre de ahora no me escucha. Mi padre está demasiado ocupado para estar conmigo.” Lloró brevemente y mantuve mi mano en su pecho justo dónde lo había estado sujetando. No forcejeó conmigo ni intentó sacar mi mano de su pecho y aceptó un poco de mi consuelo. Rápidamente se recompuso y se calzó los zapatos mientras me hablaba de un evento deportivo, como si nada hubiera pasado. Su madre refirió que en casa estuvo más tranquilo durante el resto del día y la mayor parte del día siguiente.
En el transcurso del primer año de tratamiento, J mostró cierta mejoría en su contacto emocional conmigo en la terapia y en su comportamiento en la escuela, pero solo una ligera mejoría en casa. Después de un año y medio de terapia, se había calmado lo suficiente para que cuando su padre lo llevaba a un evento de la escuela dónde se comportaba bien, un miembro del personal administrativo le dijera “Me alegra que finalmente tome Ritalin” (Nota: J nunca fue tratado con ninguna medicación). El padre, que había estado pidiendo probar con el Ritalin porque no estaba convencido de una mejoría significativa, entonces pudo reconocer que tal vez había algo que funcionaba en la terapia. En este punto, los padres empezaron a referir que J había mejorado en casa, pero señalaban que la mejoría pronto iba seguida por una vuelta al comportamiento problemático original.
Al final del segundo y al inicio del tercer año de terapia, ocurrieron una serie de estresores familiares que en el pasado habrían precipitado un deterioro del comportamiento de J. En los períodos más estresantes, su tendencia a mentir, los arrebatos de ira y el comportamiento agresivo con su hermana se incrementaron en casa; en la escuela, sin embargo, la mejoría se mantuvo. Cuando terminaron las clases en verano le fue bien en los campamentos, pero aparecían los antiguos patrones cuando estaba fuera de un contexto estructurado como la escuela o los campamentos.
Al principio del 3r curso J tenía dificultades. Nuevamente tuvo problemas por comportamiento disruptivo, hablar en clase y empujar otros alumnos. Una reunión con los padres y su nuevo profesor permitió abordar los problemas de inmediato con una aproximación conductual (recompensa/castigo) a la que respondió rápidamente. A lo largo del curso esta aproximación fue razonablemente exitosa para contener la conducta disruptiva en la escuela. En términos generales seguía mejorando, pero intermitentemente tenía la tendencia de hablar en clase, distraerse fácilmente por cualquiera o cualquier cosa que estuvieran haciendo a su lado o por hacer los deberes de forma apresurada y sin cuidado. En las sesiones de terapia individual descargaba un poco de rabia. Estaba negativo y tozudo gran parte del tiempo, pero siempre y cuando se expresara emocionalmente -y no impulsivamente- sentía que estaba progresando. Como mínimo su comportamiento en casa y en la escuela estaba más controlado. En este momento de la terapia podía descargar emocionalmente su negatividad gritando “¡No!” – “¡Sí!” al unísono conmigo.
Me reuní con J y su madre en diversas ocasiones para hacerlo afrontar responsabilidades. Cuando era confrontado, a menudo respondía levantándose para abandonar la sala o dando patadas a la silla en la que se sentaba. En estos momentos lo inmovilizaba físicamente. Forcejeaba conmigo y se acaloraba, sudaba y se emocionaba. Su madre notaba que estaba más calmado después de estos episodios. Ella adquirió coraje para ser más agresiva y exigirle responsabilidades en casa. En ocasiones era ella quien lo sujetaba físicamente y J se enrabiaba apasionadamente y se lo expresaba directamente. En estos momentos solía decirle palabras para herirla como “No tengo que escucharte” o “Tú no eres mi verdadera madre”. Aunque estos episodios siempre eran emocionalmente difíciles para ella, veía claramente que después J se calmaba y en las siguientes horas o días estaba más cooperativo. En terapia, de vez en cuando decía que sabía que su comportamiento era contraproducente. Yo sentí que estábamos consiguiendo una conexión emocional más consistente y desarrollé más empatía con él ya que ahora parecía más un chico con problemas que un chulo.
Terapia familiar
Mientras abordábamos la impulsividad de J en las sesiones individuales, también era necesario mejorar el ambiente emocional en casa a la vez que cambiábamos las dinámicas familiares que perpetuaban su conducta. Con este objetivo vi a la madre de J de forma individual. Empezó en el primer año de tratamiento de J y continuó durante todo el proceso. Además, se llevaron a cabo algunas sesiones intermitentes con los padres que sirvieron para que trabajaran conjuntamente en el abordaje del comportamiento de J.
En un primer momento, la terapia de la madre se enfocó en enseñarle y darle algunos consejos prácticos sobre cómo tratar con J. Necesitaba aprender y aceptar que su conducta no era solamente una variación de una vivacidad normal, y que por su bien tenía que hacerle frente. En su corazón sabía que ambas cosas eran ciertas, pero no quería creerlo. Este fue un ejemplo de un patrón típico en toda su terapia. Por lo general la madre de J tenía buenas intuiciones sobre qué hacer, pero se ponía nerviosa sobre las implicaciones de seguir adelante. Entonces pensaba en numerosas posibles respuestas y se confundía. Perdía de vista la importancia de su intuición original y se convencía a sí misma de no actuar en consecuencia. Minimizaba el comportamiento de J o reaccionaba ante cada nuevo incidente como si fuera una crisis abrumadora: cuando era agresivo con otros alumnos, cuando robaba en una excursión o en casa, cuando gritaba cada vez que no se salía con la suya, cuando golpeaba su hermana pequeña, etc. La animé a ver cada una de estas situaciones como parte de un patrón general de impulsividad que requería contención, pero también como un problema específico que podía abordarse de forma práctica. Gradualmente su perspectiva sobre los problemas de J y su capacidad para tolerar su ansiedad al mirarlos sin sentirse sobrepasada mejoró. En el transcurso de los primeros meses de terapia, empezó a ver como el comportamiento impulsivo de J se agravaba cada vez que ella cedía a sus demandas. Necesitaba una gran cantidad de apoyo para mantenerse firme delante su comportamiento neurótico (ya que cuando ejercía disciplina se sentía culpable por hacerle sentir mal y no hacer nada bueno para él).
También llegó a ver que más que sentirse culpable por su presunto papel en la causa de los problemas de J, se aferró a la ilusión que no eran tan graves. Cuando vio lo severos que en realidad eran, se culpaba por haberlos causado y sentía que tenía que compensarlo de alguna forma. Le dije que culparse a sí misma e intentar compensar lo pasado no era de ayuda e interfería a la hora que J asumiera la responsabilidad de sus acciones. La animé a enfrentarse a su mal comportamiento porque era lo que podía hacer de forma constructiva. También le quedó claro que J era intuitivamente consciente de su culpa y se aprovechaba de ello de forma manipulativa. Le expliqué que la salud de J esperaba y necesitaba disciplina. De no ser así, J actuaría con desprecio y le perdería el respeto, lo cual, a su vez, alimentaría su arrogancia neurótica y conduciría a mayor mal comportamiento.
Ayudarla a tolerar su sentimiento de culpabilidad y ver que su función era destructiva, la llevó a afrontar la ansiedad tratando de aliviar su consciencia cuidándose de todo por J. También tenía que animarla a llevar su propia ansiedad permitiendo que J suspendiera cuando no asumía su responsabilidad en los deberes de la escuela. Empezó a ver que intentando protegerlo del malestar lo eximía de la responsabilidad. A medida que dejó que J asumiera más responsabilidad y se sentía más segura, ya que su marido estaba más tiempo con él, no volvió a sentirse abrumada y se tranquilizó. Vio que su vida se consumía cuidando de J y ocupándose de sus problemas. Se atrevió a pensar en hacer su propia vida más allá del cuidado de su hijo.
Mientras tanto, ambos progenitores asistieron a terapia de pareja para ayudarlos a trabajar conjuntamente en la crianza de J. Se abordó la polarización en sus puntos de vista, lo cual tuvo un éxito mínimo en la superación de las series tensiones maritales entre ellos. Su relación era de tipo volátil (5). En la primera sesión estuvieron gritándose recriminaciones el uno al otro sobre quien era el culpable de los problemas de J. Esto hizo imposible abordar directamente las dificultades maritales. Para ser de provecho, estas sesiones se tienen que focalizar en cuestiones prácticas que requiriesen trabajar conjuntamente para superar el mal comportamiento de J.
Al principio, surgió la cuestión sobre como estaban lidiando con la falta de honestidad. J a menudo construía elaboradas historias para encubrir su comportamiento. Su padre quería castigarlo por su mal comportamiento una vez se supiera la verdad. Su madre quería ser comprensiva y mostrarle que confiaban en él con el objetivo de conseguir lograrlo.
Señalé que las mentiras sobre sus fechorías tenían que abordarse antes de abordar los propios actos en sí mismos, y que la confianza tenía que ganarse y no darse por descontada. Castigar el mal comportamiento sin antes abordar la deshonestidad haría que J se volviera más astuto y retorcido escondiendo su conducta. En las sesiones se desarrolló el abordaje paso a paso de su deshonestidad. En primer lugar, necesitaban hacerle consciente de su deshonestidad diciéndole consistentemente que no confiaban en él o lo que había dicho. En segundo lugar, tenían que animarlo a confesar sus mentiras felicitándolo cuando dijera la verdad y retirándole un privilegio cuando fuese descubierto con una mentira. Finalmente, era esencial que esperaran a castigarlo por su mal comportamiento hasta que hubiese estado consistentemente honesto al respecto. Con este enfoque descubrieron que confesaba más cuando había mentido. Al cuarto año de terapia, aunque mentía ocasionalmente, J reconocía más consistentemente la verdad.
Se enfatizó que necesitaban modelar el comportamiento que esperaban de él. Si querían que J cumpliera su palabra ellos también tenían que hacerlo. Sus acciones pasadas demostraban lo contrario. Cuando J se portaba mal, la madre intentaba razonar con él y al final, por frustración, a menudo lo amenazaba con consecuencias nefastas. Raramente la madre las cumplía. El padre por otro lado sermoneaba constantemente a J sobre las consecuencias presentes y futuras de su mal comportamiento. La gran cantidad de palabras las hacía ineficaces.
También les informé que, si esperaban que J los escuchase, tenían que escucharlo a él. En el momento en qué fue llevado a terapia, no creían nada de lo que decía ni tampoco lo escuchaban de verdad. No eran incluso conscientes cuando les decía algo genuino. Los animé a prestar atención a cómo J decía las cosas y responder más a esto que a lo qué decía. En caso de que no lo creyeran, les aconsejé simplemente decírselo. Los padres también estaban perdidos en cómo educar a J cuando fue llevado a terapia. Él actuaba sin preocupación sobre su desaprobación o sus elogios. Los padres, fueron viendo que J, una persona física, de respuesta rápida y orientada a la acción, respondería mejor a la comunicación con cualidades similares. Fueron aconsejados de intentar, en la medida de lo posible, sujetarlo físicamente o ejercer acciones inmediatas para poner límites a su conducta. Se señaló que la persuasión verbal, las largas explicaciones y los sermones por parte de ambos no darían resultado. Finalmente, por mucho que los pudiera provocar, tenía que evitarse pegarlo físicamente ya que esto daba el mensaje que el hecho de pegar era una forma apropiada de manejar la ira. Y lo que es más importante, esto gratificaría sus reacciones neuróticas, como respuesta a su comportamiento provocativo (masoquista).
A lo largo de los cinco años de terapia de J, la tensión entre los padres disminuyó notablemente. La mayor parte como resultado de la capacidad de la madre de responder a sus emociones sin reaccionar tan intensamente a su marido, y de la capacidad del padre de tomar medidas prácticas para resolver los estresantes problemas de su trabajo. En el tercer año de terapia de J, su padre vendió la empresa, se prejubiló y empezó a trabajar más desde casa. Solo entonces empezó a ver y experimentar por cuenta propia las dificultades de tratar con J en el día a día. Desarrolló una mejor compresión de la situación a la que se enfrentaba su mujer, pero todavía tenía dificultades en abandonar el punto de vista de que su manera era la mejor para tratar a J. Al mismo tiempo, este cambio significó que él estaba más disponible e involucrado con J, educándolo, ayudándolo con los deberes, y llevándolo a sus diversos eventos deportivos.
( continúa...)