miércoles, 22 de junio de 2011

LA FORMULA DE LA VIDA

Wilhelm Reich trataba de buscar la unidad funcional de los fenómenos biológicos y la encontró en la función del orgasmo: La secuencia bio-energética de expansión y contracción: (tensión – carga – descarga- relajación), que representa la fórmula de la Vida. (  ... del artículo "Los estados emocionales de la naturaleza " Dr.C.Frigola)




miércoles, 1 de junio de 2011

WILHELM REICH- LOS PADRES COMO EDUCADORES:LA COMPULSION A EDUCAR Y SUS CAUSAS

Este artículo fué publicado por W.Reich en 1926, siendo Reich primer ayudante del Ambulatorio Psicoanalítico de Viena y director del Seminario de Terapéutica Psicoanalítica.


LOS PADRES COMO EDUCADORES LA COMPULSION A EDUCAR Y SUS CAUSAS
Una señora a quien conozco vino recientemente a pedirme consejo sobre la educación de su hijita, que cuenta en la actualidad dos años y medio; desde hacia algún tiempo la criatura se mostraba rebelde y caprichosa, lloraba desaforadamente por el más insignificante motivo, se sentaba por ejemplo en medio de la calle y ni la severidad ni la persuasión eran bastante para moverla de allí. He de anticipar que la madre en cuestión, que es allegada a círculos psicoanalíticos, está perfectamente orientada sobre el psicoanálisis, manifiesta gran comprensión hacia los hechos por él comprobados y desde el nacimiento de la niña se esfuerza por extraer de sus conocimientos las debidas consecuencias, aunque desde luego no siempre con éxito.

Entre multitud de otros ejemplos he seleccionado este para exponerlo aquí, por cuanto en la educación de esta criatura han concurrido las condiciones óptimas posibles para un desarrollo favorable. Es evidente que el retoño de un borracho y una mujer desgraciada habría de padecer graves daños psíquicos por efecto del medio ambiente, y la moderna literatura pedagógica ha tratado con frecuencia de casos de este tipo. Pero es importante constatar que incluso en las mejores condiciones posibles surgen problemas de educación que tienen su origen en la actitud inconsciente del educador frente el niño, y que por esta razón resultan difíciles de resolver: no siempre el saber se deja traducir sin más en una actuación consecuente. Ante tal situación se comprenderá, pues, que no es posible pretender, de buenas a primeras, enfocar el problema de la educación desde el punto de vista “¿Qué hay que hacer?”-ya de entrada esto supondría una equivocación, pues yo no soy educador sino psiquiatra-; lo indicado será limitarse a la investigación de los presupuestos psicológicos de la educación y al análisis de las deficiencias de la misma, antes de pensar siquiera en una praxis congruente. No en vano la primera regla fundamental del psicoanálisis prescribe que antes de actuar es preciso entender bien.

Con mis modestas contribuciones a la psicología del educador no hago más que seguir las huellas del pedagogo Bernfeld, quien repetidas veces- y más recientemente en su brillante libro Sisyphos order die Grenzen der Erziehung- ha propugnado en primer lugar la “educación del educador”. Por mi parte me adhiero a su opinión sin reservas de ninguna clase, pero he de considerar la cuestión de la educación desde un punto de vista diferente, a saber: no como pedagogo, cuya responsabilidad es de orden social, sino como médico interesado sobre todo en la formación y curación de las neurosis.

Pero volvamos a nuestro asunto: la señora en cuestión ha evitado ya desde un principio las medidas educativas excesivamente severas y reprueba el castigo físico. Por otra parte, no se le ocultan las consecuencias nocivas de una actitud de tolerancia excesiva que peque por el extremo opuesto. “Otras dificultades las he podido resolver bien, como por ejemplo la costumbre de mojar la cama que tuvo la niña el año pasado y que le duró unos meses. En vista de que no se corregía con sermones ni con riñas y como por otra parte estoy convencida de que los cachetes tienen la culpa de que el mojar la cama se haga crónico, probé de no hacer ningún caso. Poco a poco el mojar la cama se acabó del todo. ¡Pero no puedo consentir que la niña se empeñe en quedarse en el parque cada noche!”

La situación resultaba poco clara: ¿era o no la madre culpable de los accesos de rebeldía de la criatura? Tomando como punto de partida la experiencia según la cual, en caso de dificultades persistentes y confusas en el análisis de adultos, la culpa suele tenerla el psicoanalista, y considerando que la relación analizado-analista tiene mucho en común con la relación niño-educador, pedí a la señora que me describiera detalladamente el último acceso de terquedad de la niña y sus causas. Adivinando mi propósito, ella me aseguró no tener conciencia ninguna de culpa. Parece ser que la niña había estado jugando alegremente y que a la hora de marchar había seguido de buena gana a su madre hasta la salida del parque. Pero al llegar a la puerta, probablemente por sentir cansancio, había pedido ser llevada en brazos. Para no malcriar a la niña, la madre se había negado a llevarla, porque “desde la puerta del parque hasta la parada del tranvía hay solo un trecho muy corto”. Cuando la niña empezaba a protestar, la madre consiguió distraerla con una narración. Pero cuando quiso subirla al tranvía, la niña comenzó a chillar- la madre dijo “berrear”-, aunque luego se calmó, volviendo a empezar cuando hubieron de andar otro breve trecho hasta la casa. Al negarse nuevamente la madre a llevarla en brazos, la niña se sentó en el suelo y no quería seguir. Cuando finalmente la madre la tomó en brazos, la niña le arañó la cara y se puso a chillar y patalear. Una vez en su habitación y sola, estuvo una hora llorando a pleno pulmón, no quería que la desnudaran, no comió nada y sólo se durmió cuando ya no pudo tenerse de cansancio. Al día siguiente no mostraba ningún signo de excitación de la víspera.

Durante esta narración, me llamó la atención el hecho de que la madre mencionara, como sin darle importancia, que no había querido llevar en brazos a la niña “para no malcriarla”. Así pues, había querido educarla. Ahí había de estar escondido el fallo, si es que verdaderamente la culpa residía en la madre. Durante la conversación que siguió, la señora agregó como de pasada:”Por otra parte, he de confesar que la niña ya me va pesando demasiado y que no tenia ninguna gana de llevarla en brazos todo el largo trecho hasta la parada del tranvía.”

Por fin, un punto de luz: para la niña el trecho era corto, para la madre era largo. Semejante contradicción no podía dejar de tener su importancia.

“¿Se enfadó usted con la criatura?” “No.”Esto sí que era raro, pues por lo regular un niño renitente provoca irritación. Al expresar mis dudas, la madre se traicionó a sí misma con la siguiente contradicción:”No me enfadé, seguro, porque no le hice nada a la niña ni le enseñe nada, sino que al contrario le hable con toda paciencia.” Le hice notar esta contradicción, así como la discrepancia entre sus dos versiones de la longitud del trecho a recorrer. Al principio estuvo mucho rato sin querer comprender la contradicción, hasta que de pronto recordó que después de bajar del tranvía, cuando la niña empezó a llorar otra vez, había pensado:”Pues ahora no.”

¿Qué motivo podía haber tenido aquella madre, por lo demás tan inteligente, para “reprimir” la irritación que le había causado la niña? ¿Le resultaba acaso penosa la idea de haber sido ella misma caprichosa o insolente? Al preguntarle yo, recordó que al llegar su marido a casa poco después lo había recibido con estas palabras: “Ya no sé que hacer con tu hija.” Parece ser que en los últimos días la relación entre ella y su marido se había visto se había visto ensombrecida por uno de esos malhumores aparentemente inmotivados que suelen aparecer esporádicamente en toda relación duradera entre dos personas, incluso las mejores. La madre había reprimido su irritación contra la niña porque dicha irritación se había mezclado con la aversión, más transcendente, hacia el marido (“tu hija”), y ello le impidió hacer lo único que habría sido acertado, es decir, llevar en brazos a la niña, que realmente estaba cansada, durante el corto trecho.

En este pequeño ejemplo se ve claramente cómo puede originarse la compulsión a educar. Una perturbación aguda de la relación mutua entre los padres da lugar a un momentáneo rechazo del marido y de “su” hijo; esta aversión lleva a su vez a infligir al niño una frustración innecesaria, que la conciencia racionaliza invocando una finalidad educativa; todo ello provoca en el niño una reacción de rebeldía. La analogía entre la “compulsión a educar” y los fenómenos patológicos de compulsión se manifiesta así mismo en la circunstancia de que ambos obedecen a un impulso instintivo de odio reprimido.

La madre me hizo aún dos preguntas más:

1) qué debe hacerse cuando se producen reacciones de este tipo motivadas por frustraciones necesarias, por ejemplo, cuando la niña se niega a abandonar el parque por la noche, y

2) si la reacción descrita de la niña no había sido ya patológica.

Pregunta 1) Para comprender el efecto que las frustraciones causan en el niño, es preciso tomas en consideración las fundamentales discrepancias, descubiertas por Freud, entre el psiquismo infantil y el de los adultos.

El pensar y el obrar del niño obedecen a leyes diferentes que los pensamientos y actos de del adulto. Mientras que para estos es casi exclusivamente determinante el principio de realidad, el niño, precisamente en la edad crítica, se rige sólo por el “principio del placer”. El niño no conoce exhortaciones internas del tipo “eso no se hace, eso no está bien”; en cuanto a las exhortaciones que le vienen de fuera, simplemente no las comprende. Para él tan sólo tiene valor lo que produce placer, y lo que produce displacer es rechazado. Tal es su lógica, una lógica perfectamente fundamentada desde el punto de vista biológico y psicológico. La reacción de displacer, como consecuencia del “principio de placer-displacer”, se produce automáticamente siempre que el afán de placer tropieza con impedimentos. Por supuesto la mayoría de dichos impedimentos serán prohibiciones de los padres y educadores, que representan otras tantas restricciones impuestas al deseo instintivo. La reacción natural del niño es de rechazo; únicamente la forma de rechazo varía según la edad y el temperamento, su esencia permanece constante: es una mezcla de odio y de rebeldía contra quien inflige la “frustración”. Ahora bien, la educación consiste ni más ni menos que en poner diques al deseo primitivo del niño, exclusivamente orientado a la obtención de placer, y en reemplazarlo hasta cierto punto por inhibiciones de los instintos. Freud demostró también que estas inhibiciones, que constituirán ulteriormente el núcleo de la moral, son elementos introducidos desde el mundo exterior, mientras que en el afán de placer nos hallamos en presencia de un fenómeno biológico primario. Es superfluo inquirir si un niño recién nacido, de padres cultos, en el supuesto de ser abandonado en una isla desierta y de que fuera capaz de sustentarse por sí mismo desde un principio, desarrollaría o no inhibiciones de tipo moral. Pero es probable que la respuesta hubiera de ser negativa.

Ahora bien, si la moral es una proposición que pudiéramos llamar “anatural”, ¿cuál es entonces la razón de su inmensa fuerza (en primer lugar como adversario de los instintos sexuales)? También a este respecto ha ofrecido Freud explicaciones obtenidas por vía empírica. La única razón por la cual la moral ha llegado a ser tan poderosa es que toma su fuerza de los propios instintos y no, como se creyó hasta entonces, porque represente a su vez una tendencia innata, como lo es el afán de placer. En la medida en que el niño, por satisfacer a sus padres, asimila como propias las exigencias de la sociedad, su yo se modifica y progresivamente deja de ser puro yo-placer, adaptándose a la realidad. En un principio, esta adaptación responde exclusivamente a la obtención de placer, si bien en una forma moderada, más altruista y con mayor contenido social. Se comprenderá así fácilmente que lo importante no es tanto arraigar en el niño las exigencias culturales como la manera de hacerlo; que las frustraciones sean tales que puedan concertar un compromiso viable con el afán de placer. De ahí se desprende que una educación sin amor nunca podrá conseguir otra cosa que una adaptación artificial, falsa, a la realidad. Las inhibiciones creadas exclusivamente a base de severidad producirán inevitablemente conflictos en la organización del psiquismo e impedirán una unificación de la personalidad, por cuanto siguen siendo siempre cuerpos extraños.

. . . La compulsión a educar no sólo se manifiesta en las frustraciones innecesarias, sino también en la forma como los educadores llevan a cabo las necesarias restricciones de los instintos. Y a este respecto cabe distinguir dos tipos básicos:

1) Las manifestaciones instintivas del niño son severamente ahogadas ya desde un principio. Los padres ven en todo impulso instintivo un fenómeno patológico o un síntoma de perversidad congénita, y lo que consiguen con sus medidas disciplinarias es desarrollar en el niño un carácter inhibido de tipo patológico: sus características distintivas son una parálisis de la vida afectiva en los órdenes sexual y social, una inferior capacidad para la lucha por la existencia y dificultades en el proceso sublimatorio. Como quiera que el instinto tiene antes que desarrollarse para que sea posible sublimarlo, es decir, orientarlo hacia fines culturales, el resultado es que estas frustraciones prematuras son además nocivas desde un punto de vista social.

2) Como consecuencia de una vigilancia negligente o de un excesivo mimo, los instintos del niño alcanzan su pleno desarrollo. Al faltar en la educación temprana las frustraciones necesarias, las exigencias del niño crecen hasta tomar una fuerza dañina. Entonces, cuando ya no hay nada que hacer, es precisamente cuando suelen emplearse con vehemencia los educadores de niños “mimados” o “malcriados”. La creciente “malcrianza” del niño provoca medidas disciplinarias cada vez más severas y brutales: dichas medidas no pueden reportar ya ningún provecho, pero en cambio producen en el niño un grave conflicto, cuyos elementos fundamentales son los instintos ya incontrolables, el odio contra los padres brutales y el amor hacia esos mismos padres. Estas situaciones hallan su expresión más clara en los caracteres psicopáticos impulsivos.

Ni la total inhibición de los instintos ni la frustración tardía, y por ende necesariamente brutal, demuestran por parte de los educadores la menor comprensión del conflicto niño-mundo. La solución óptima- por lo menos en teoría- es una educación que permita a los instintos alcanzar primero cierto grado de desarrollo, para luego- siempre en un ambiente de buenas relaciones con el niño- introducir paulatinamente las frustraciones. Si en los dos primeros años de la vida del niño se han cometido errores de gravedad, más adelante difícilmente será posible corregirlos. Las tareas de la educación comienzan ya con el nacimiento.

No ceder cuando un niño no quiere marchar del parque por la noche, o cuando se niega a tomar regularmente sus comidas, es parte de las frustraciones necesarias. Estas frustraciones necesarias se distinguen de las innecesarias por cuanto por cuánto no sólo sirven a los intereses de la sociedad, sino también a los del propio niño. Si el niño continuara siendo tal como cuando nació, es decir, primitivo, egoísta, sólo preocupado por la obtención de placer, más adelante sucumbiría en la lucha por la vida. El niño tiene que aprender que no está sólo en el mundo, que ha de contar con los demás, pues el autodominio le será necesario más adelante, por su propio bien. Mientras la educación se lleve a cabo en nombre de una moral esotérica, supuestamente objetiva, las frustraciones necesarias, aunque no sean brutales, resultaran ineficaces. ¿Cuáles son las frustraciones necesarias? Solamente aquellas que tienen por objeto controlar y canalizar los instintos del niño que representarían un impedimento para la adaptación a la sociedad. Por ejemplo, la crueldad natural del niño habrá de convertirse, en parte en sentimiento de compasión, en parte en actividad social.

Pero no puede hacerse gran cosa con el concepto de “adaptación social”. Fácilmente podremos comprobar cuán poco claro es este concepto, si consideramos que el rico le da un sentido necesariamente distinto del que pueda darle un pobre, y que los fines educativos varían ampliamente según el lugar, la época o la clase social. Lo decisivo a este respecto es la concepción del mundo y habremos de reconocer que cada cual tiene razón desde su punto de vista egoísta como adulto. No es posible aspirar aquí a un consenso de ideas con respecto al niño. La situación es muy distinta cuando consideramos los problemas de la educación desde el punto de vista médico, es decir, desde la perspectiva de la prevención de las neurosis. Si hemos de atenernos a los resultados obtenidos hasta la fecha por la investigación psicoanalítica, no se deja barruntar ningún medio adecuado para evitar el conflicto neurótico. Dicho conflicto es independiente de la condición económica, clase social, nacionalidad o raza, tiene su origen en circunstancias mucho más primitivas, que atañen a la relación niño –padres (complejo de Edipo), y únicamente su resultado, la neurosis, depende, en cuanto a forma y gravedad, de las vivencias accidentales, en particular del carácter de los padres. En líneas generales puede decirse que la gravedad de una afección psíquica es directamente proporcional al número de frustraciones necesarias e innecesarias, y a la severidad con que fueron infligidas.

Pregunta 2) ¿Fue patológica la reacción de la niña? Planteada la cuestión en esta forma, no es posible darle una respuesta. La reacción de rebeldía fue natural en sí, y lógica en sí. Lo único que pudiera considerarse como “neurótico” sería la intensidad de la reacción. Pero también a este respecto es preciso tener en cuenta que la criatura ha sido provocada, que la terquedad de la madre hizo crecer la de la niña. En este caso particular, fue un conflicto agudo lo que impidió a la madre aportar comprensión a la situación. Pero en general es característico de los padres, como de los educadores en general, enjuiciar al niño partiendo como base de sí mismos, atribuirles la misma comprensión con respecto a la inviabilidad de sus deseos que tiene los adultos. Como tal comprensión no existe, toda manifestación del principio del placer se interpreta como cosa enfermiza o aberrante. Parece ser que ello se debe a que los padres, frente a cualquier manifestación instintiva del niño, “recuerdan” sus propios deseos infantiles reprimidos, y las instancias instintivas del niño representan un peligro para la subsistencia de las represiones propias. Ahora bien, este peligro es obviado a base de prohibiciones educativas que exhiben claramente los rasgos característicos de la compulsión a educar.

Además, desempeña un importante papel la irritación contra el niño. Incluso un neurólogo no iniciado en el psicoanálisis se irrita, por ejemplo, ante una tullida histérica, y la hace tratar con la corriente farádica, según el dice, con fines terapéuticos; pero lo que ocurre es que en el fondo considera a la paciente como una simuladora refinada y la está castigando por ello; no la ha comprendido, no ha logrado “sentirse” en ella, “identificarse” con ella. La madre había tomado a la niña por neurótica, esto es, por “mala”, y se había irritado contra ella; y ello por la misma razón que el neurólogo de vieja escuela: por no estar a la altura de una situación en la que deben actuar. En tales casos existe la tendencia a enojarse con quien le ha colocado a uno en esta incómoda situación de sentir la propia ignorancia o instancias afectivas inconfesadas. Aun cuando la mayoría de los padres no tienen el menor conocimiento de la idiosincrasia del niño, el caso es que deben actuar, o por lo menos creen deber actuar. Y así es como la irritación contra el objeto causante del desconcierto se manifiesta en la forma de infligir las frustraciones necesarias, así como en el número de intervenciones educativas innecesarias.

Además, se considera como enfermizo, es decir, indebido, todo aquello que resulta desagradable o incómodo para el adulto. De este modo, los padres pretextan interés por el bien del niño cuando en realidad lo que pretenden en sus actos educativos es satisfacer sus propios afectos, sea cual fuere el origen de éstos. Por mucho que se quiera a los niños, hay momentos en que, consciente o inconscientemente, se les ve como una carga molesta. Entonces de siente irritación contra el niño y con facilidad se le trata injustamente. Es corriente subestimar el sentido de justicia que el niño desarrolla a partir de cierta edad, según su personalidad. En el psicoanálisis de adultos se aprende que en su infancia, ya muy temprano, aproximadamente desde los dos años, supieron distinguir cuándo se cometía una injusticia con ellos y cuándo las exigencias de los adultos eran justificadas, y ello aunque en ambos casos la reacción del niño ante la frustración fuera la misma. En el primer caso tenían la sensación de estar rebelándose con pleno derecho, en el segundo la protesta era puramente formularia.

Los niños tienen esta sensación de injusticia, por ejemplo, cuando los padres les prohíben hacer algo que ellos mismos hacen en presencia del niño. El argumento usual en tales ocasiones, a saber “Aún eres demasiado pequeño”, simplemente no puede ser comprendido por el niño. ¿Cómo habría de comprender que no puede garabatear con el lápiz sobre el papel cuando el padre, a quien por otra parte se le pone como ejemplo, lo hace así? Por una parte el niño tiene que ser “bueno”, es decir, adulto, tranquilo, modesto, obediente; por otra parte, siempre que quiere apropiarse también otros derechos de los adultos, le toca oír la eterna cantinela de que “es demasiado pequeño”. Este argumento está motivado por dos actitudes análogas de los padres: quieren realizar en el niño sus propias aspiraciones, y por lo tanto hacerlo crecer cuanto antes, pero al mismo tiempo exigen que no sean afectados sus propios derechos.

La ambición insatisfecha de los padres constituye uno de los motivos esenciales de la compulsión de educar. Para convencerse de ello basta con observar el comportamiento de una niñera cualquiera con su rorro en el parque, o la conducta de una madre en la consulta del médico. No es posible sustraerse a la impresión de que el educador se cree obligado a hacer algo, a educar, aunque no haya nada que educar, y que siente como una ofensa personal, como un mal testimonio de su arte educativo, cuando su víctima no se comporta de una manera “adulta”. “Siéntate derecho”, “no seas tan maleducado delante del doctor”, “estate quieto”, “mira al doctor”, “di buenos días”, “quítate de ahí”, “ven aquí”, “estírate el vestido”, “no te ensucies las manos”, y así sucesivamente, sin pausa ni respiro. Ningún adulto, sometido a semejante bombardeo educativo, sería capaz de afectar la estoica indiferencia que muestran muchos niños- ya neuróticos, por lo demás. No hay que asombrarse de que los niños sanos reaccionen violentamente ante este tipo de tratamiento.


En su Psicologia del lactante (Psichologie des Säuglings) Bernfield ha razonado convincentemente la tesis de que los motivos de los cuidados del bebé son impulsos de odio contra el recién nacido. Por muy absurdo que ello pudiera parecer, resulta perfectamente plausible si consideramos que entre las restantes medidas educativas son contadas las que no llevan el sello del odio, de la violencia. Valdría la pena hacer un ensayo sobre esta cuestión, para demostrar que la inmensa mayoría de las intervenciones educativas son del tipo de las frustraciones innecesarias y que la sensación que el niño tiene de ser injustamente tratado no carece de base real. También está por hacerse un análisis de la educación considerada como equivalente neurótico de los adultos. Todos los conflictos conocidos, tales como ambición frustrada, insatisfacción sexual, discusiones matrimoniales, en una palabra, todo lo que pertenece al inventario de una neurosis, repercute en la educación del niño. Particularmente importante es la circunstancia de que aquí se trata primariamente de odio, que en toda neurosis, como en toda situación conflictiva, alcanza niveles exagerados. En tal situación resulta bastante indiferente que el odio se manifieste como acto brutal de un borracho o como extrema solicitud de una madre neurótica. En ambos casos el niño se verá abrumado con frustraciones innecesarias.

Para aclarar lo dicho consideramos algunos ejemplos tomados de la práctica psicoanalítica, donde se aprende a comprender analíticamente no sólo a los enfermos, sino también a su medio ambiente. A cierta paciente no se le había permitido nunca jugar con otros niños, porque su madre, que según todos los indicios debía ser una mujer insatisfecha con neurosis obsesiva y fobia a la sífilis, temía que la niña pudiera contagiarse. En tales casos de exagerada solicitud no falta nunca la motivación contraria: el odio y el deseo de muerte. En este caso particular ello era especialmente evidente, por cuanto la niña solía ponerse de parte del padre, que vivía en desastrosas relaciones conyugales con la madre. La madre había renegado a gritos repetidas veces por tener que estar sujeta al marido y a la hija. El padre de otra paciente la había obligado siempre a comer cuando sufría la inapetencia neurótica corriente en los niños: la forzaba a comerse incluso sus propios vómitos, y si se negaba, la encerraba en un cuarto oscuro y la azotaba con una palmeta. También en este caso se trataba de un matrimonio sórdido y lleno de odio: la madre era una mujer débil y resignada, el padre un carácter decididamente sádico. Otro paciente había sido obligado por su padre, pese a su escasa aptitud, a estudiar la carrera de Derecho; había de llegar a ser “doctor”, pues su padre no pudo alcanzar ese título.
Durante el análisis de la paciente que de pequeña había sido tan bárbaramente obligada por su padre a respetar el “orden de las comidas”, aprendí algo sobre los motivos que pueden inducir a una persona a convertirse en educador. La paciente en cuestión deseaba reparar en otros niños el daño que le habían causado a ella. Pero sus tendencias inconscientes de venganza contra su padre interferían de tal manera en la realización de su propósito consciente, que de hecho se comportaba hacia sus pupilos con verdadero sadismo. Se había identificado inconscientemente con su padre brutal. El deseo de corregir la propia infancia es probablemente uno de los motivos más típicos de la voluntad de educar. Pero para la mente primitiva, inconsciente, corregir la propia niñez no puede significar otra cosa que vengarse, de manera que la voluntad educativa comporta en sí una compulsión sádica a educar, fundamentada en el inconsciente.

En otros casos encontraremos como motivación de la compulsión a educar un “deseo de tener niños” frustrado en edad infantil muy temprana. Las mujeres de este tipo son, relativamente, mejores educadoras, porque adoptan al niño ajeno en sustitución del propio que no tienen, Pero con frecuencia se observa que el deseo de ser educador desaparece al realizarse efectivamente el “deseo de tener niños”.

Así pues, vemos que las motivaciones conscientes no son otra cosa que racionalizaciones secundarias. De ahí se sigue la dificultad extrema de aprehender los problemas de la educación. No existe otro medio que el psicoanálisis individual, esto es, convencer a los educadores del verdadero significado de su actuación. ¿Cómo, si no, sería posible convencer a aquella madre que excluyó a su hija de la comunidad, o al padre ambicioso que violentó psíquicamente a su hijo, escasamente dotado para los estudios, de que su comportamiento está motivado por el odio y el egoísmo? Ya para protegerse contra sí mismos necesitan persuadirse de que solamente pensaban en “el bien del niño”. Se objetará que estos eran casos excepcionales. Sin embargo, el ejemplo citado al principio de las presentes líneas debiera darnos que pensar. Una mujer psicoanalizada, feliz en su matrimonio, inteligente y comprensiva, comete por motivos inconscientes un burdo error de educación. El error en cuestión, comparado con lo que puede observarse corrientemente en la práctica educativa, apenas si merece mención, y sin embargo había acarreado ya graves consecuencias. Tan sólo el pronto reconocimiento y corrección del error pudo impedir que se fijara la rebeldía.

¿Y quién es tan optimista como para suponer que la gran mayoría de los educadores aplicará una medida semejante de comprensión y de recelo consciente? Ello equivaldría a suponer que las neurosis de los adultos, junto con sus equivalencias tales como la miseria social y los matrimonios desgraciados, dejarán algún día de existir. Y sin embargo, la cuestión de la educación es inseparable de la ordenación social y de las neurosis.
No se me oculta que este pesimismo resulta poco indicado para la solución del actual problema:” ¿Cómo hay que educar a los hijos?” Ahora bien, ¿hay alguna otra actitud que resulte más indicada? La escuela de Alfred Adler es optimista con respecto a todas las cuestiones educativas y cree haber hallado el remedio de todos los males con su fórmula de aliento, es decir, de evitación del desaliento. Pero, ¿puede esto modificar verdaderamente la situación? ¿De qué sirven todos los alientos cuando la madre, bajo la influencia de su propio miedo al onanismo, se horroriza apenas ve al niño masturbándose y hace precisamente lo más contraproducente, a saber, infundir miedo también al niño? Si un adulto está dominado por su propio miedo infantil al onanismo, ninguna explicación médica podrá convencerle de que en determinada edad la masturbación es un fenómeno normal. Simplemente, no lo creerá. ¿Y qué aconsejar a una madre, cuando uno mismo no sabe muy bien cómo combatir el onanismo infantil, ni siquiera si verdaderamente conviene hacerlo? No, ciertamente no es fácil aconsejar, porque el desarrollo psíquico es inmensamente complicado; porque, por ejemplo, la tolerancia del onanismo tanto puede tener consecuencias buenas como malas. Así pues, el optimismo de nada sirve; lo único que hace es tranquilizar la conciencia de los adultos, y es síntoma de la compulsión a educar. Incluso parece que a largo plazo será más fructífero un legítimo pesimismo, por cuanto obliga al auto-control y lleva al positivo planteamiento de cuestiones, mientras que el optimismo se limita a disminuir la gravedad de las dificultades.

Una de estas dificultades consiste en que la educación, para tener algún sentido, ha de ser una tarea masiva. El efecto sobre la sociedad será mínimo si en una ciudad de millones de habitantes se educan correctamente cinco o cincuenta niños. El óptimo deseable, es decir, un enfoque objetivo, libre de afectos, de los objetos de la educación, solamente podría lograrse actualmente mediante el psicoanálisis del educador y, por consiguiente, es impensable con respecto a la masa. Por el momento no pasa de ser un proyecto utópico la idea de que algunos educadores plenamente conscientes de sí mismos podrían infundir la comprensión necesaria a la masa de los educadores. Cuando padres y educadores sepan por qué y para qué educan en realidad, cuando las autoridades competentes dejen de creer que su actuación se guía únicamente por el “bien de la humanidad”, cuando la masa comprenda que la relación entre niños y adultos representa la oposición entre mundos distintos, entonces -tal vez- existirá una posibilidad de pensar en medidas positivas de educación.

¿Y hasta ese momento? La inoperancia de todas las medidas educativas actuales, el hecho de que hágase lo que se haga siempre se hace mal, permite deducir- aparte de la necesidad de reconocer y comprender los errores educativos- tan sólo una norma negativa: extrema abstinencia en la educación, restricción de las medidas educativas a las frustraciones absolutamente indispensables, conciencia del hecho de que, por motivos perfectamente naturales, un padre no sólo ama a su hijo, sino que también lo odia. ¿Y los peligros del laissez-faire? En todo caso no serán mayores que los peligros implicados por la compulsión a educar. Debemos pensar que la primitiva fuerza vital que la compulsión a educar pretende domeñar ha sido capaz de crear cultura. Es lícito otorgarle un amplio margen de confianza. ¿Será excesivamente aventurado declarar que la vida sabe crear mejor que nadie sus necesarias formas de existencia?